A lo largo de la historia de la
humanidad, el ser humano siempre ha sentido la necesidad de comunicarse debido
a diferentes razones; entre ellas, dado que es un ser social no puede vivir
aislado por ende necesita establecer una comunicación. Es así que desde su génesis,
casi en simultáneo, surgió el dilema milenario de la información y la
desinformación.
Hoy en día con la proliferación
de las redes sociales, tal situación se ha acrecentado aún más, por cuanto la comunicación
y la información resultan cada vez más fluidas, inmediatas y de mayor alcance mundial,
de igual forma también se profundiza la desinformación con la diseminación de las
noticias falsas pues en cuestión de minutos dan la vuelta al mundo, engañando a
más habitantes del planeta.
A la par de todo esto, se va
perdiendo cada vez más el sentido común y se incentiva el “exitismo” y el “pensamiento
único” a través del etiquetismo ideológico,
afectando nuestra calidad de vida.
Es así que existen quienes creen que
la felicidad consiste en aparentar exitismo por doquier (muestra de aquello es cuando bombardean las redes sociales mostrándose como extraordinarios, genios, exitosos o prósperos) y sumado a ello convive
el fanatismo de las “etiquetas” que estimulan el pensamiento único (creen que son los dueños de la verdad y de
lo que se debe entender por original y correcto), teniendo como objetivo
principal, el desprestigio sistemático de unos y el enaltecimiento reiterado de
otros (adviértase que es la misma
historia de siempre y esto ocurre en cualquier parte del mundo, por ejemplo: están
los hutus o los tutsis, valiente patriota o cobarde paria, sexual o fóbico, feminista o machista, derecha o izquierda,
blanco o marrón, racista discriminador o buena persona, tonto o intrépido, religioso
o ateo, conspiracionista o illuminati, santo o depravado, ambientalista o ecocida, etc.).
Quienes no encajen a tales criterios
sea porque piensan distinto o porque tienen por convicción el pensamiento analítico,
crítico y reflexivo contrario al absurdo y retrógrado “pensamiento único” llegan
a ser considerados como bastardos ideológicos (adviértase que bastardo en su acepción adjetiva implica aquello que se
aparta de sus características originales), esto porque no se encuadran al
diseño y características originales impuesto por el pensamiento único; y, acaban
siendo objetos de burla, crítica destructiva o incluso llegan al extremo de la
bajeza, en volverlo algo personal en la búsqueda de desacreditarlo e intentar dañar
su honorabilidad, utilizando las plataformas sociales digitales o los medios
tradicionales. Esto ocurre en cualquier terreno, sea éste político, académico, periodístico,
sociológico, etc.
Mientras mayor sea el nivel de agresión
denota la inminente posibilidad de que existan fuertes intereses económicos tras
bambalinas, de unos cuantos contratando como sus aliados a otros personajes mediáticos
para que arremetan y desprestigien a quienes piensen distinto; o, a su vez aprovechan
el apasionamiento de la gente desinformada para incrementar la destrucción de
la imagen y la reputación de aquel que disiente. Adviértase que mientras más
desinformada esté la persona o la sociedad, ésta resulta ser más blandengue y
manipulable.
Frente a hechos de coacción destinados a imponer un pensamiento único, el bastardismo
ideológico sustentado en el
pensamiento crítico más que verlo como malo más bien constituiría una virtud contra
aquella imposición, por cuanto guarda mayor acercamiento a los principios democráticos
y al ejercicio de las libertades individuales.
Recordemos que la interacción
social es una necesidad humana, por lo tanto, debe garantizarse el libre intercambio
de ideas que no sean contrarios a los valores éticos morales, por los cuales se
incentiva el pensamiento crítico y a su vez la productividad y la prosperidad con
integridad e integralidad.
De esta manera, el remedio o antídoto para combatir este
fenómeno recurrente en la humanidad, no es otra que la educación de calidad
basada en principios y valores éticos morales, la orientación y la comprensión cultural
conforme a la época histórica que nos toque vivir.