domingo, 2 de septiembre de 2018

Federalismo: un medio, no un fin.

Ciro Añez Núñez


Para debilitar y/o acabar con el absolutismo imperialista, en cuanto a la organización territorial de los Estados, ha sido históricamente propicio de que existan muchas unidades políticas, es decir: cuanto más numerosos y más pequeños son los Estados, con competencia regulatoria y fiscal acompañado de menor tamaño burocrático, producen menos incentivos para que los gobiernos se enfrasquen en prácticas imperialistas.

El federalismo no es una mala palabra tampoco implica separatismo por ende no es un delito sino más bien una profundización de la descentralización; sin embargo, no debe ser vista ésta como un fin en sí misma y menos aún como una pócima milagrosa que acabará con todos los males habidos y por haber.

Recordemos, años anteriores en nuestro país, se vendió la idea de las autonomías como un fin en sí mismo, fue “marqueteado” y enarbolado a los cuatro vientos como la panacea liberadora pero finalmente acabó no siendo lo que muchos esperaban. Otro ejemplo, es España, donde sus ciudadanos aún no terminan de convencerse de sus autonomías.   

El fin para todo ciudadano es la de implementar la más genuina de las democracias donde se garanticen y maximicen las libertades y la prosperidad integral a través del funcionamiento pacífico de la sociedad; para ello, es menester reducir la crisis de confianza que existe sobre la administración pública y el abuso de poder (corrupción) mediante un Estado limitado, evitando tanto su agigantamiento como la concentración del poder, donde se minimice los costes de la convivencia social y se garantice el desarrollo eficiente de la  acción colectiva con un modelo de financiación y de fiscalidad muchísimo más descentralizado, mediante reivindicaciones de un “pacto fiscal” que a su vez sea capaz de evitar que las transferencias interterritoriales se degeneren en subvenciones hacia un Estado clientelar y parasitario que alimenta la hipertrofia del sector público tanto central como regional acompañado de una reforma tributaria encaminada hacia la eliminación de las exoneraciones tributarias, ampliando la base tributaria que permita la reducción significativa de las tasas impositivas, luchando eficazmente contra la evasión y simplificando sustancialmente los trámites administrativos de todo el aparataje estatal; eliminando la vieja y amañada práctica de los incentivos perversos a costa de los formalismos, es decir, extirpar esa idea perversa de inventarse en la función pública una serie de pasos bajo la solapada lógica de que a mayor cantidad de trámites que se crea, se tiene más ingresos para financiar sus presupuestos. 

Los límites de la administración pública no deben ser difusos pues si la administración pública funciona bien esto implica quitar privilegios, es decir, se acabarían aquellas estructuras de privilegios generadoras de mayor corrupción y el mecanismo para lograrlo es a través de controles eficientes, meritocracia en la función pública, carrera administrativa con exigencias éticas, entre otras, los cuales a su vez posibilitan que la administración se base en la confianza.

En ese sentido, el federalismo al igual que las autonomías podría ser considerado como medio para el propósito que busca todo ciudadano comprometido con sus principios, valores y libertades, teniendo como vector central: la ética, la cual es generadora de confianza auténtica; por lo tanto y en definitiva, lo que en realidad existe es una crisis histórica de confianza sobre la administración pública y para evitar aquello, el federalismo podría a lo mejor ser un medio pero jamás un fin. 

Finalmente son los administrados quienes deben debatir y decidir con seriedad, racionalidad (no únicamente por pasiones o sentimentalismos), bien informados, con compromiso y sentido común esta temática, entendiendo lo que conlleva en cuanto  a impuestos y servicios públicos, lo que más le convenga, exigiendo a los politicos mayor rendición de cuentas conforme a la disciplina y distribución de competencias. Claro está que un federalismo implicaría reforma constitucional y conforme la teoria del poder constituyente, nada impide que éste pueda expresarse mediante cabildos y otros mecanismos constitucionales de democracia directa y participativa, hasta conseguir sus propósitos, si así lo desea y decide, conforme al principio de la soberanía popular.