Ciro Añez Núñez.
En la obra Ética a Nicómaco, Aristóteles, empleó dicho término traduciéndola como felicidad. Para él, las personas le atribuyen
diferentes significados, que pueden ir desde acumular riqueza hasta gozar de
una buena salud o validar a otras personas.
El filósofo aclaraba que la gente
promedio se mueve usualmente por riqueza, placeres y/o reconocimiento, pero en
ninguna de ellas, se encuentra en realidad la felicidad porque aquel que tiene obsesión
por tener y acumular, nunca tiene abasto, siempre buscará más (con ansiedad), en ningún momento estará efectivamente satisfecho y agradecido (eso conlleva a la codicia y la
avaricia, no encontrando jamás paz interior ni felicidad por ello, ya que nada
finalmente le es suficiente, nunca se llena, aunque busque pretextos y/o excusas
para alimentar su codicia, incluso bajo supuestas nociones de bondad o de seguridad, ciertamente, a la postre, es su propio egoísmo encubierto - para yo y los míos-), tendiendo a tergiversar
la realidad para justificarse.
Por otro lado, el de los placeres
sin límites, éstos pueden llevar al desenfreno que causará grandes males; y, en
cuanto al reconocimiento o búsqueda ansiosa de prestigio, resulta que esta motivación
puede impulsar al ser humano hacia la mentira, el engaño y la corrupción, con
tal de aparentar algo para lograr (como sea) dicho reconocimiento o distinción,
por lo tanto, todo será una farsa y una falsa felicidad.
Esta situación, puede conllevar a
una severa pérdida de sentido común a nivel de necedad, por ejemplo, creer que
por el solo hecho de consumir alguna bebida alcohólica de alto precio implicará
que aquel vicioso es una persona de mucho prestigio.
Es decir, aquella falsa creencia
de que, por tener, usar, consumir algo material o por el simple hecho de
habitar en algún determinado lugar, automáticamente, implicará reputación,
prestigio, élite, ser mejor persona, exclusivo, exitoso, persona de bien, selecto, próspero, refinado, notable,
decente y/o bienquisto, construyéndose falsas imágenes de sí mismos; y, si los
otros se las creen, con mayor razón, sienten que de verdad son eso que se han inventado.
El gran problema de la mentira es
que es progresiva, desencadenando a una falsa realidad. De allí que la gente farsante (aquella que finge lo
que no es o no siente; el embustero, el mentiroso o fingidor, que tiene más intereses que amistades), son propensos a un dilema, que consiste en confesar la verdad o seguir mintiendo para
justificar las primeras mentiras.
A estas personas, en su infancia
nadie les enseñó a amarse a sí mismos, viven tratando de hacer válido lo que
finge. Delante de otras personas, miente; y, en soledad se miente a sí mismo,
convencidos de que esos adornos adoptados son su verdadera médula, por eso,
suelen ser altaneros, sarcásticos y engreídos, viven desconfiando y están a la defensiva. Son expertos en la confabulación,
porque para hacernos tragar una gran mentira, nos rodean de cien pequeñas
verdades y con astucia, nos anticipa en parte las sospechas de los oyentes o
los espectadores, dando por anticipado respuestas a las preguntas que sin duda les
serán hechas. Es así que su vida cotidiana es como la de un actor en una
permanente obra de teatro.
El corrupto embaucador constantemente
buscará justificarse con palabras rimbombantes, debido a que es muy tirado a
colocar etiquetas a todo, mediante frases, para conseguir un excesivo realce a las cosas consolidando
de esa manera su engaño, por ejemplo, afirmar muy seriamente que, tal obra o tal cosa,
marca o marcó: “un antes y un después” como algo extraordinario, cuando
la realidad objetiva es que todos los días es un antes y un después, no hay
nada fuera de lo común en ello. Lo mismo ocurre con palabras como “insuperable”, cuando obviamente no hay
nada en nuestra vida que no pueda ser superado, inclusive sea cual sea el
problema, siempre habrá una solución, pero es con paciencia, persistencia y
templanza.
Con todo ello, la felicidad no
está centrada en nuestras posesiones, condiciones, apariencias, experiencias,
emociones, o situaciones de la vida, sino en nuestra propia voluntad (ser feliz es una decisión, es una
determinación que decidimos tenerla, la cual se vive y se refleja e irradia en
actitud y, quien decida tenerla, puede contagiarse de ella -si así lo desea-. Y
para preservarla es menester el dominio propio; o, por el contrario, decide
estancarse en su propio tormento plagado de prejuicios, rencores, envidia,
toxicidad, pesimismo y negativismo).
Es por ello que el fanatismo, el dogmatismo
y el radicalismo son pésimos consejeros, por ende, no debemos irnos hacia los extremos,
ya que se pierde sentido común, sucumbiéndose en la peligrosa y arrogante ignorancia,
siendo totalmente deprimente que prefiramos una mentira agradable a una
dolorosa verdad, máxime si el cerebro suele funcionar eligiendo entre dos males
siempre el menor, y eso es tan solo autoengañarnos porque en nada elude que sus
resultados serán calamitosos.
Si una sociedad no rechaza, no repudia
ni responsabiliza la conducta del corrupto y del engañoso sinvergüenza, contaminándose
ella misma de corrupción generalizada y desvergonzada, al final se condena a sí
misma por convalidar tales comportamientos, instaurándose mafias que la gobernará
con total autoritarismo y crueldad.
Como vemos, la importancia de ser
una sociedad "educada", "saludable" y "confiada" (la base de la confianza es la integridad y
la honestidad) radica justamente en favor de su propio bienestar; caso
contrario, será una sociedad hipócrita y manipulada por el miedo, por la
distracción, el pesimismo y la desesperación, viviendo asustada, desmoralizada
y con exceso de control; y, por consecuencia, será víctima de aquel autoritarismo
disfrazado de democrático (sustentándose éste
con la mentira de creer que se es democrático, única y exclusivamente, por el voto
– el sufragio-, bajo el pretexto o la etiqueta de “legitimidad” o de “legitimo”,
y creer que la palabra "democrático", aplaca o exonera, todo el abuso de poder, encumbrándose
cada vez más ególatras “dictamócratas” en el mundo), cuyas regencias
atentarán contra la vida, integridad física, libertades y propiedad privada de
las personas.
De allí que, si deseamos conservar
nuestro bienestar, lo que más debiera preocuparnos, no es lo que digan o
hagan los corruptos farsantes sino lo que la sociedad convalida.
El florecimiento humano en su
forma más noble y completa, en ese su estado de satisfacción en sí mismo en esta
vida (eudemonía), se conserva en la medida de que todos y cada uno de nosotros
no convalidemos el comportamiento corrupto, tramposo y delincuencial; y, por el
contrario, repudiemos públicamente tales conductas, exijamos autentica
transparencia, rendición de cuentas y dejemos de tomar decisiones y
elecciones en base al fanatismo y la manipulación, evitando ser convertidos en
marionetas de las emociones, a burla y risa del hampón titiritero.