Ciro Añez Núñez.
La palabra pandemia, según la Real Academia Española, significa: “enfermedad epidémica que se extiende a
muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) determinó que la Covid-19 puede
caracterizarse como una pandemia y declaró emergencia de salud pública de
preocupación internacional el 30 de enero de 2020.
En el Día Internacional de la Preparación ante las Epidemias (27 de diciembre), el
Secretario General de la ONU llamó a la humanidad a prepararse para la
siguiente pandemia mientras el mundo sigue afrontando la crisis del
coronavirus. Es decir, COVID-19 no será la última pandemia a la que deba
enfrentarse la humanidad.
Actualmente, existen diferentes vacunas en el mundo, pero sumado a ello,
es evidente que existe también una agenda globalista (ODS, Agenda de Desarrollo 2030) cuya finalidad es establecer un mundo multilateral,
acrecentando la figura del Estado agigantado, interpretando a la sociedad
mundial como si fuese una sola nación instrumento, para ser manejado por organismos
internacionales supra nacionales, destruyendo las soberanías de los pueblos, buscando el control absoluto y el poder decidir por encima de la autonomía de cada
Estado. Todo ello, enmarcado a un acuerdo vinculante y un reglamento sanitario
internacional de interconexión a nivel mundial cuyo propósito es alcanzar dicho control total.
La "gobernanza" bajo este enfoque globalista conlleva a una sumatoria de
instituciones públicas y privadas “gestionadas” de acuerdo a parámetros que establezcan
dichos organismos internacionales bajo la etiqueta de un nuevo orden mundial,
estigmatizando a quienes no cumplan con sus exigencias, separándolos del resto
y castigándolos con no ejercer determinados derechos.
Entonces, por ejemplo, frente a las futuras pandemias, determinados
organismos supranacionales establecerán el cómo debemos todos: pensar, decir,
hacer y actuar, lo que conlleva a perder las libertades y la reflexión crítica
de las personas; siendo que, en los hechos, ha quedado demostrado que sus propias
medidas sanitarias (Ej.: cerrar las
economías, las fronteras, inoculación mundial obligatoria, incitar a más endeudamiento,
etc.) no fueron eficaces.
De esta manera, los Estados tienden a depender del beneplácito de dichos
organismos mediante instrumentos jurídicos supranacionales (acuerdos vinculantes)
sin poder conservar la soberanía de los pueblos.
Recordemos que el art. 7 de la Constitución boliviana (CPE) establece
que la soberanía reside en el pueblo boliviano, esto es, la preminencia de los
individuos (personas) que se organizan para salvaguardar las libertades; y, no quedar
relegados y sometidos a simples instrumentos programáticos internacionales que
afecten a la libertad de pensamiento, libertad personal, a la propiedad privada,
entre otras afectaciones de los derechos fundamentales.
En lo personal, no soy un antivacunas, pero concerniente a la vacunación
mundial, advirtamos que ha quedado por demás develado que ésta no provoca una reducción
de contagios y, por consecuencia, a quien no se vacune tampoco se le debe
atribuir ese daño mayor hacia terceros. Es decir, no existe afectación alguna a
derechos colectivos.
Ahora bien, si existen evidencias científicas de que la vacuna resulta ser
eficaz para reducir los síntomas más graves que puedan llevar a la muerte a una
persona, quien decide protegerse de la Covid-19 tiene la libertad de hacerlo (inocularse)
pero quien no desee hacerlo, cabe también mencionar que en ningún momento dicha
persona está poniendo en riesgo a terceros, sino que asume las consecuencias de
su propia decisión. En otras palabras, libertad implica responsabilidad.
En ese sentido, si algún Estado pretende obligar a vacunar a alguien en contra de su propia voluntad constituye una de las agresiones más intensas que pueden darse en contra de la libertad individual.
Tampoco es correcto discriminar a aquellas personas no vacunadas privándoles el ejercicio de sus libertades y derechos fundamentales; o, afectar su propiedad privada constriñéndolos con el propósito de invadir su propio cuerpo, obligándolos a un determinado test corporal, el cual conlleva a su vez, a una injusticia social, porque es un modo de sacarle el lugar a otra persona, que por su estado de salud, ésta sí tiene indicada por su médico dicha prueba RT-PCR además que se establecen excesivos formalismos, mayores gastos y largas filas de personas con el riesgo de ser infectadas con gente que sí puede estar enferma en el lugar.
Distinto sería si existieran
evidencias científicas claras, objetivas y contundentes de que las vacunas eviten
la trasmisión; y, ante eso, obviamente habría mayores razones suficientes y de
peso, que tiendan a ser obligatoria.
Por otro lado, amerita que los gobiernos de los Estados del mundo expliquen y justifiquen a sus naciones, el motivo del porqué los contratos
de compra de vacunas son confidenciales, acaso ¿existe algún peligro que amerite
esa reserva?; y, ante eso, cuál sería entonces el fundamento de exigir la vacunación
mundial cuando su propia adquisición al ser secreta genera sin duda alguna mayor
incertidumbre hacia los administrados (¿dónde quedó el consentimiento informado?); y, peor aún si luego pretenden discriminar
a quienes discrepen con dicha inoculación, máxime si dentro de los fines y funciones esenciales del Estado se encuentra constituir una sociedad justa, armoniosa y sin discriminación (arts. 9, 14, 17, 59, 68 y demás de la CPE).
En definitiva, no se debe otorgar al Estado nuevas potestades sobre los
cuerpos de las personas bajo el pretexto de crisis sanitaria o pandemias y
tampoco coartar sus derechos de acceso a servicios públicos y privados (educación, servicios financieros, etc.). Y es más, los decretos supremos N° 4640 y 4641 de fecha 22 de diciembre de 2021, resultan ser inconstitucionales por cuanto conforme al art. 109-II de la Constitución boliviana, los derechos y sus garantías sólo pueden ser regulados por la ley, no así a punta de decretos.