domingo, 15 de enero de 2017

El valor del ser humano.

Ciro Añez Núñez

Comúnmente desde pequeños se nos ha enseñado que nuestro valor como personas es relativo.

No valemos por lo que somos sino por lo que hacemos, logramos o tenemos, y esto ha tenido efectos devastadores que nos dejan una autoestima frágil y vulnerable ante toda experiencia negativa.

Esta realidad queda al descubierto en la tediosa frase que usualmente se escucha que hacen las personas adultas a los niños: “Pedrito: ¿qué vas a ser cuando seas grande?”..  Ese niño ya es una persona y será siempre una persona.  Esa pregunta encierra una confusión entre el ser y el hacer.

Es raro escuchar que se le pregunte al niño: “Y tú ¿qué clase de persona quisieras ser cuando seas grande?”;  esa pregunta encierra una cabal comprensión de lo que es, basado en el ser; sin embargo, esto muchas veces resulta incomprensible.

Lo usual, lo común y corriente, es verlo siempre desde lo externo, es decir se cree que la cosa es hacer, hacer, y hacer. Producir y producir, alcanzar metas, lograr títulos académicos, escalada social, competir, progresar (confundiendo casi siempre de manera sesgadas únicamente en la famosa frase de prosperidad económica y no en un progreso integral), estar en el podio o estar en la lista entre los cincos, diez o veinte primeros del mundo, top ten, etc.

Ahora bien, no estamos diciendo que todo eso sea malo, en un sentido, pero debemos aprender y entender también que el valor intrínseco de la persona como individuo no radica tanto en triunfar como en lograr. No tanto el éxito como en el logro. De hecho hay cantidad de personas que han logrado mucho y nunca han saboreado el éxito (ante los ojos de los seres humanos, obviamente).

Partiendo desde el mismo Jesús que en su cruz logró la meta más grande de la historia rodeado de un entorno de fracaso y abandono aparente. Pero Dios le exaltó hasta lo sumo y le dio un Nombre que es sobre todo nombre.

Al conocer a Cristo experimentamos cambios en nuestra triste condición humana y descubrimos que somos valorados nada más y nada menos que por Dios.

En la vida hay muchos logros sin aplausos y muchos aplausos sin logros.

Las personas comúnmente comparan y evalúan a las demás en función a lo que hacen (como una competencia), porque creen que lo que hacen es lo que son.

En tal sentido, el conocimiento común de las personas solo se basa en lo que ven, y resulta que lo que ven en los demás es solo lo que hace esa persona.

El éxito no depende de la opinión de los demás, del reconocimiento público y status tampoco se mide bajo los estándares de la sociedad; no se basa en riqueza material ni en buenas acciones. El éxito empieza con lo que tenemos dentro de nosotros. Se define por los estándares que Dios estableció para nuestra vida.

La felicidad no está en función a lo que hacemos, pues lo que hacemos no siempre lo haremos en el mismo nivel; por ejemplo, todas las personas envejeceremos por ende experimentaremos cambios naturales como la reducción de determinadas capacidades en la medida que se produce el envejecimiento pero no por ello diremos que no valemos.  Otro ejemplo, si una persona que tiene alguna destreza resulta que sufre un accidente que luego le impide u obstruye a que siga aplicando dicha destreza, no por ello diremos que dicha persona no tendrá valor o no sirve.

Aquellas personas que tratan de verse bien para que los demás lo halaguen, en realidad tienen un verdadero problema, pues su vida se mueve en función a los demás. Lo correcto es verse de adentro hacia afuera, no a la inversa.

Cuando el ser humano empieza a verse de adentro hacia afuera producirá verdadera felicidad.

La persona debe conocerse a sí mismo, no en función a lo que hace sino a lo que es, saber para qué fue creado, cuál es su propósito de vida en este mundo.

La felicidad, los logros, la satisfacción, la autovaloración, etc., está envuelto en el interior de cada ser humano, esto es, en la calidad de pensamientos que posee cada persona. Esa calidad de pensamientos se verá reflejada en sus actos cotidianos (en el día a día)  no única y exclusivamente en determinados eventos o acontecimientos especiales.

Entre las prioridades en esta vida temporal, no debemos poner nuestra vista única y exclusivamente en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.

Nada es permanente, ni durable, ni nuestra propia existencia física, ni las cosas materiales. Lo único permanente son los procesos de la vida.

No hay que confundir la individualidad con egocentrismo y viceversa. Las cosas materiales no son buenas o malas por sí mismas sino por el uso que se les de.

Desde la orientación del ser, no nos define nuestro vehículo, nuestro trabajo ni nuestro aspecto físico, ni nuestras capacidades, nuestros defectos y ni siquiera nuestras virtudes vinculadas al logro o al éxito. Somos mucho más que eso.

La productividad, tiene que ver más bien, con aquello que no se ve, nuestra historia, lo que pensamos, las ideas que luego somos capaces de materializarla, las decisiones que tomamos, etc.

Aquella premisa falsa "quien no tiene, no es" olvida que el ser nos acompaña en todo momento a lo largo de la vida; en cambio, lo que se tiene se puede perder en cualquier instante sin que uno pueda remediarlo en la mayor de las veces. Para ser feliz hay que conocerse a uno mismo, entender por qué y para qué se vive. Llevar una vida con propósito y con sentido común.